Estudiantes, graduados y graduadas de Lengua y Literatura presenciaron La traviata en el Teatro Colón
Como parte del ciclo ¿Vamos a la ópera?, organizado por el Área de Investigación en Lengua y Literatura de la UNGS, el domingo 16 de noviembre asistimos al preestreno de La traviata, una puesta que vuelve a interrogar el lugar de las mujeres en la sociedad, desde Verdi hasta la actualidad.
La traviata, estrenada en 1853, es una ópera en tres actos escrita por el compositor Giuseppe Verdi, con libreto de Francesco Maria Piave. Basada en La dama de las camelias de Alexandre Dumas (h), forma parte del período más audaz de Verdi, cuando el compositor abandona las gestas heroicas para volcarse a dramas íntimos y profundamente humanos.
El compositor italiano toma un argumento de su propio tiempo: la historia de Violetta Valéry, una cortesana parisina que se enamora de Alfredo Germont, un joven aristócrata. Ese amor le ofrece, por un instante, la posibilidad de una vida sencilla y verdadera. Sin embargo, pronto se estrella contra la moral burguesa, que la obliga a sacrificarlo todo en nombre del “honor” familiar. Verdi, que había observado de cerca los prejuicios que recaen sobre las mujeres (incluida su compañera Giuseppina Strepponi), convierte esta historia en una crítica feroz a una sociedad que exige pureza y sacrificio mientras convive con su propia hipocresía, sin ponerla en conflicto jamás.
La producción del Teatro Colón traslada la acción al París de los ´60. La puesta condensa el glamour, la sofisticación y, al mismo tiempo, las expectativas rígidas sobre el cuerpo y la conducta de las mujeres. Ese doble filo permite leer en Violetta no sólo a la cortesana del siglo XIX, sino a todas las mujeres que hoy siguen siendo evaluadas (y condenadas) por su capacidad de cumplir con lo que se espera de ellas.
La dirección musical de Renato Palumbo, atenta al detalle dramático, junto a la Orquesta Estable del Teatro Colón sostienen un admirable equilibrio entre foso y escena, cohesión y sonoridad precisa. El Coro Estable, dirigido por Miguel Martínez, brilla especialmente en las escenas festivas por su precisión rítmica.
El vestuario de Renata Schussheim es un hallazgo conceptual: combina las formas escultóricas y elegantes de Balenciaga con la sensualidad medida al estilo Dior, donde la figura femenina nunca es neutra, sino campo de tensión. La escenografía de Daniel Bianco, completando el proyecto de Enrique “Quique” Bordolini, despliega espacios amplios y simétricos que evocan el modernismo tardío de los ’60, mientras que la iluminación de Eduardo Bravo alterna brillos cálidos con tonos fríos y casi clínicos en los momentos de deterioro físico.
La ópera se abre a través de una membrana entre dos mundos: la soprano Hrachuhi Bassenz, como Violetta, aparece detrás de un telón translúcido mientras se prepara para la fiesta. En ese espacio suspendido entre lo íntimo y lo público vemos su fragilidad, la tuberculosis que avanza, el cuerpo real que apenas la sostiene. Cuando el telón se eleva emerge la anfitriona perfecta, la figura social que los demás consumen. El salón blanco estalla en luces, aristócratas vestidos de rojo, blanco y negro. Se destaca el tenor Liparit Avetisyan como Alfredo, con una voz clara y cálida. En ese clima se desarrolla el dúo “Un dì, felice”, uno de los puntos fuertes de la obra.
El segundo acto ofrece el contraste más fuerte de la puesta. En la casa de campo donde Alfredo y Violetta viven su breve felicidad, los tonos pasteles verdes, lilas y beige componen un oasis doméstico. Aparece “otra” Violetta: luce un vestido lila acampanado que remite al ideal doméstico de los ’50 y ’60. Una tradwife decente. La cortesana queda suspendida y la vemos tratando de encajar en una vida que desea, pero que no la admite. Es en esa intimidad donde irrumpe su suegro, Giorgio Germont, en la voz de Vladimir Stoyanov, cuya presencia autoritaria deshace la ilusión hogareña. Germont le exige renunciar a su amor por Alfredo para proteger la “pureza” simbólica de su hija menor, cuyo matrimonio podría verse manchado por el pasado de Violetta. La interpretación de “Di Provenza il mar” de Stoyanov fue uno de los momentos más ovacionados.
La fiesta de Flora Bervoix, en el final del segundo acto, retoma el vértigo social. Las zíngaras y los matadores irrumpen como espectáculo dentro del espectáculo, cantando baladas adivinatorias: en ese ambiente todos fingen, engañan, juegan roles. Y para que todos disfruten, alguien tiene que ser sacrificado. El toro es Violetta: exhibida, deseada, juzgada y finalmente empujada a un destino fatal frente al público que antes la celebraba.
El clima festivo se convierte en violencia pura cuando Alfredo arroja dinero sobre Violetta frente a la multitud: la reduce al cuerpo que la sociedad dice que ella es, niega el amor vivido y la expone ante la misma clase social que la consumió. Ese gesto sintetiza su tragedia: la mujer que la sociedad usa es la misma que la sociedad expulsa en cuanto deja de servir. La fiesta entera le da la espalda.
En el acto final, Violetta yace en una cama, su camisón negro se funde con las sábanas como si su cuerpo se disolviera en la oscuridad, consumida por la enfermedad y sola. A un costado, un espejo gigante en diagonal refleja su figura y también a parte de la platea. Ese reflejo es un dispositivo moral: nos devuelve nuestro propio lugar como espectadores de un sacrificio. La voz de Bassenz, íntima, despojada, frágil, ya no busca el brillo: busca decir algo sobre la condición humana, mientras espera reencontrarse con su amante, aunque ya sea tarde.
El sacrificio que recae siempre sobre las mujeres, especialmente sobre aquellas que viven en los márgenes o fuera de las normas, es la crítica que Verdi eleva a su máxima expresión en esta obra. La producción del Colón retoma y actualiza esa herida: detrás del esplendor visual aparece la misma estructura que atraviesa los siglos. Violetta, la “extraviada”, es devuelta a su humanidad por la música, pero no por la sociedad. Y así, la ópera deja resonando las preguntas que trascienden el teatro y nos traen al presente: ¿a quiénes les exigimos el sacrificio hoy? y ¿por qué siempre somos las mismas las que debemos ser sacrificadas?
Florencia Paltrinieri, estudiante del Profesorado en Lengua y Literatura
Fotografías: Aldana Vázquez







