Notas marginales | La angustia como forma de época
por Andrés Espinosa*
¿Qué angustia hoy? ¿Qué lugar tiene la angustia en un tiempo donde la incertidumbre parece haber desplazado a la esperanza? Más allá de su manifestación individual, la angustia parece haberse convertido en un afecto colectivo, una forma de estar en el mundo que condensa la experiencia subjetiva de un presente sin proyecto. Frente al miedo, que tiene un objeto definido, la angustia es un afecto sin causa evidente, un malestar sin forma, una opresión sin nombre. Pero ese carácter difuso no la hace menos política.
En su libro La angustia, Patricia Dip retoma una rica tradición de pensamiento —desde Kierkegaard hasta Lacan— para mostrar cómo este afecto acompaña a la subjetividad moderna y, en sus transformaciones, da cuenta también de los cambios en la estructura social. Dip indaga las formas actuales de la angustia y es allí donde encontramos una clave para pensar su carácter estructural en un momento atravesado por la crisis: crisis de sentido, de futuro, de comunidad.
Angustia sin libertad: de la posibilidad al encierro
En Kierkegaard, la angustia surge ante el vértigo de la libertad: no hay angustia sin posibilidad, sin la conciencia de poder elegir. Hoy, sin embargo, como señala Dip, la angustia ya no nace de la libertad, sino de su imposibilidad. La experiencia contemporánea está marcada por la sensación de que “nada depende de mí”. El futuro se clausura como horizonte: falta de trabajo, de estabilidad, de expectativas. La angustia ya no es el síntoma de una elección difícil, sino la marca de un presente sin dirección.
En el contexto argentino, esta experiencia toma una forma especialmente densa. La narrativa del “shock necesario” que estructura la política actual convierte al sufrimiento social en una prueba individual. Se exige aguantar, ajustar, ceder derechos, pero sin un horizonte que proyecte sentido colectivo. La angustia no es aquí el efecto de una pérdida concreta, sino de una espera sin promesa, una espera que se prolonga indefinidamente bajo la forma de un castigo justificado por un futuro que no se define.
La hiperconectividad produce un exceso de datos y estímulos que bloquea la acción. Sabemos lo que pasa en Gaza, en Ucrania, con el clima o la deuda externa. Pero ese saber no habilita intervención, sino más bien impotencia. El saber sin capacidad de transformación genera desesperanza, y esa desesperanza se transforma en angustia u otra forma de esta: indiferencia.
Pantallización, virtualización y pérdida de cuerpo
Una de las observaciones más potentes de Dip es la referencia a Eric Sadin y su noción de “pantallización de las conciencias”. Hoy la subjetividad se constituye mediada por la pantalla: la experiencia del mundo se da más a través de lo que se ve, se comparte y se comenta, que a través de lo que se vive. O, dicho de otro modo, hay una desviación de la “realidad real” a la “realidad virtual”, como “realidad efectiva” dice Dipp. En ese desplazamiento, la realidad pierde espesor, y el otro pierde cuerpo. El deseo, ya no mediado por el encuentro ni por la falta, es inmediatamente estimulado y satisfecho.
Pero como señala la autora, la inteligencia artificial empobrece el sentido del esfuerzo, el tránsito, la espera. Al no requerir casi mediaciones entre la pregunta y la respuesta, entre el deseo y su objeto, la IA genera una especie de angustia nueva: la de no haber sido parte del propio saber. Esta angustia —sin nombre aún— habla de un extrañamiento más profundo: la pérdida de la propia capacidad como fuente de satisfacción.
Individuos sin proyecto, sociedades sin trama
Toda angustia es individual, pero ninguna es puramente íntima. Como Rollo May indica (y Dip retoma), la angustia surge en el punto en que se fractura el lazo entre el sujeto y su comunidad. Cuando el sistema de valores que sostiene una identidad tambalea, el yo se desarma. La angustia entonces no es sólo un síntoma psicológico, sino un afecto político, un modo de percibir la disolución de lo común.
En la Argentina actual, esta disolución se manifiesta en la falta de un proyecto colectivo. No sólo hay ajuste y retroceso material, sino un vaciamiento simbólico: ya no sabemos hacia dónde ir, ni con quién. La angustia se vuelve, entonces, forma compartida de una existencia fragmentada, sin promesas y sin trama. La política no aparece como organizadora de un porvenir común, sino como espectáculo o amenaza. En ese clima, la angustia deja de ser excepción: es la norma afectiva de un tiempo que ya no cree en sí mismo.
Epílogo: una señal que no engaña
Lacan decía que la angustia es “la señal de lo que no engaña”. En medio de un tiempo saturado de imágenes, estímulos y respuestas instantáneas, la angustia es lo que resiste ser absorbido por la maquinaria del rendimiento y el entretenimiento. Tal vez por eso se la medicaliza, se la tapa, se la convierte en disfunción.
Pero pensarla políticamente, como hace Patricia Dip, es también una invitación: a no silenciar la angustia, sino a escucharla como una clave del presente. Porque angustiarse, en un mundo que nos quiere indiferentes, es todavía una forma de estar vivos.
* Licenciado en Comunicación. Director de Ediciones UNGS.
Las siguientes lecturas inspiraron esta columna:
Patricia Dip, La angustia, Los Polvorines: Ediciones UNGS, 2025.
Eric Sadin, La silicolonización del mundo, Buenos Aires: Caja Negra, 2020.
Mark Fisher, Realismo capitalista, Buenos Aires: Caja Negra, 2017.
Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, Barcelona: Herder, 2012.